Un antiguo aspirante a
autoridad sanitaria me contaba, más o menos así, su experiencia en un hospital
poco hospitalario:
–Tras un año de prácticas,
los jóvenes licenciados en medicina suelen aprender cosas de primera
importancia, entre ellas la completa inutilidad de lo que les enseñaron en las
facultades. La prestación de asistencia médica termina por limitarse a no hacer
nada tantas veces como sea posible. La medicina, reducida a mera sanidad, no
cura, sólo previene y, si hacemos caso del adagio latino, sobre todo se trata
de que no haga daño, que no se empeoren las cosas. La realidad tiene la fea
costumbre de echar por tierra los últimos avances de la ciencia, y si algún
paciente se salva es gracias a que los médicos hayan tenido el detalle de ponerse
en huelga. Así, nos encontramos con la mayor fuente de enfermedades, que es la
obsesión del propio médico por tratar de curar y su equivocada creencia de que
puede hacerlo, en particular si tenemos en cuenta que la salud es una
construcción, es decir, se construye un nuevo estado de salud. En cambio para
la medicina no es una cuestión de construcción, sino de restitución de la
salud, con lo cual se confunde el síntoma con la causa. En cuanto al
diagnóstico médico, éste no pasa de ser un pronóstico y se basa más en la
habilidad del propio médico que en la enfermedad del paciente. Una situación
similar a la practicada habitualmente en los laboratorios, donde se trata de
identificar para cada psicofármaco el grupo de enfermos que, tras los tests,
mejor responde al tratamiento. Tenemos así, y de una tacada, el diagnóstico del
mal, la causa que lo ocasiona y el grupo social de aplicación. Es decir, desde
el punto de vista de los laboratorios, es el paciente quien debe adaptarse al
fármaco, y no al revés.
Al final va a ser verdad
aquello de Molière de que la medicina es el arte de envenenar... Y en casa del
herrero, jarabe de palo.
Pues vaya panorama.
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