Para las televisiones somos cuota de pantalla,
para la radio niveles de audiencia o share, cualquier espectáculo depende de la
cantidad de público, para los políticos somos volumen de votantes, para el
Estado un número de DNI, Hacienda nos controla a través del NIF y todos tenemos
también un número de Seguridad Social; el mercado se nutre de masas de
consumidores, las multinacionales hablan de volumen de clientes y todo se
reconoce por cifras y siglas; existen en el mundo 824 millones de personas
desnutridas, 630 millones de indigentes, 40 millones de infectados por el virus
del SIDA, un millón de personas mueren cada año por accidentes de tráfico, otro
millón por suicidio, mil millones no tienen acceso al agua potable... No somos
nada, pero las cifras no duelen y ya sólo nos queda la contabilidad.
Reverbera en las blancas fachadas el sol de las primeras horas de la tarde. Procuramos, en nuestros paseos por la plaza de un pequeño pueblo valenciano, no salirnos de las islas de sombra que trazan los plátanos sobre la tierra rojiza y ardiente. Silencio de sueño, calma profunda de siesta veraniega. Los únicos que vivimos en este ambiente exuberante de luz somos mi amigo y yo, que conversamos bajo los árboles de la plaza, los niños que ganguean a gritos sus lecciones en la escuela próxima, siguiendo el venerable método morisco, y los enjambres de insectos que aletean, zumban y trepan en torno de los plátanos. Calla de pronto el coro escolar, y por las ventanas abiertas llega hasta nosotros la voz de un niño, el más aplicado tal vez, que recita una fábula: La cigarra y la hormiga . Como el griterío de una muchedumbre alborotada que contesta a ultrajantes alusiones, suena el chín-chín de numerosas cigarras moviendo sus cimbalillos entre las cortinas del follaje. Mi amigo el naturalista ...
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