El Signo de los cuatro es la segunda novela protagonizada por Sherlock Holmes, escrita por Sir Arthur Conan Doyle. Se trata (junto a Estudio en escarlata, El sabueso de los Baskerville y El valle del terror) de una de las cuatro únicas novelas que Arthur Conan Doyle escribió con Holmes como protagonista, ya que el resto de sus obras acerca de este personaje son relatos cortos. En esta novela aparece el único pasaje en el que se muestra a Holmes consumiendo cocaína, concretamente en una disolución al 7%. Depende de la traducción del libro.
Este es el pasaje, al inicio de la novela:
Sherlock Holmes extrajo un frasco de un anaquel y la jeringa hipodérmica de su estuche. Con sus dedos largos, blancos y nerviosos, ajustó la delicada aguja y se enrolló la manga izquierda de su camisa. Durante un momento sus ojos se apoyaron pensativamente en su brazo nervudo, lleno de manchas y con innumerables cicatrices, causadas por las frecuentes inyecciones. Finalmente se introdujo la aguja delgada, presionó el pequeño pistón, se la sacó, y se dejó caer en un sillón forrado de terciopelo, con un profundo suspiro de satisfacción.
Tres veces al día, durante muchos meses, había sido yo testigo de este espectáculo, pero, a pesar de ello, no me resignaba a seguir viéndolo. Por el contrario, día con día me sentía más irritado a su vista. El remordimiento me quitaba el sueño al pensar que me faltaba valor suficiente para protestar. Una y otra vez me había prometido abordar aquel tema escabroso, pero había algo en el aire frío y tranquilo de mi compañero, que me impedía decidirme a hacerlo. Sus facultades casi adivinatorias, su disciplina mental y sus cualidades extraordinarias, me inhibían y me hacían sentir inferior y torpe.
Sin embargo, aquella tarde, sea a causa del vino que había tomado en el almuerzo, o a la exasperación que me produjo su actitud exageradamente deliberada, sentí que no podía resistir más tiempo.
-¿Qué es ahora? -pregunté-. ¿Morfina o cocaína?
Levantó los ojos lánguidamente del viejo volumen recubierto de negro que había abierto.
-Es cocaína -me dijo-, una solución al siete por ciento. ¿Quiere usted probarla?
-No, gracias -contesté por brusquedad-. Aún no me repongo por completo de la campaña de Afganistán. No puedo darme el lujo de dar a mi constitución una nueva carga.
Sonrió de mi tono vehemente.
-Quizá tenga razón, Watson -dijo-. Supongo que la cocaína es perjudicial. Sin embargo, la he encontrado tan estimulante y benéfica para la mente, que su acción secundaria carece de importancia para mí.
-¡Pero, considere usted las consecuencias! -dije con pesar-. ¡Calcule lo que va a costarle a la larga! Su cerebro puede ser despertado y excitado como usted dice, pero mediante un proceso patológico y morboso, que entraña un creciente cambio de los tejidos y puede producir una debilidad mental permanente. Usted sabe, también, la reacción terrible que sucede a los momentos de excitación. No creo que éstos valgan la pena. ¿Por qué arriesga por un simple placer pasajero la pérdida de las grandes facultades con que fue usted dotado? Recuerde que no le hablo sólo como amigo, sino como médico que se siente hasta cierto punto responsable de su salud.
-[…] ¿Puedo preguntarle si tiene en la actualidad alguna investigación profesional en mente?
-Ninguna. Por eso es que recurro a la cocaína. No puedo vivir sin que mi cerebro funcione intensamente. ¿Qué otra razón hay para vivir? Asómese aquí a la ventana. ¿Vio jamás un mundo más pesado, más aburrido y más soso? Vea cómo la niebla amarillenta cubre las casas incoloras. ¿Puede haber algo más desesperadamente prosaico? ¿Qué objeto tiene poseer facultades extraordinarias, doctor, si no se tiene ningún campo en que ejercerlas? El crimen es vulgar, la existencia es vulgar. Ninguna cualidad, excepto las vulgares, tiene función sobre la tierra…
Este es el pasaje, al inicio de la novela:
Capítulo I
La ciencia de la deducción
Sherlock Holmes extrajo un frasco de un anaquel y la jeringa hipodérmica de su estuche. Con sus dedos largos, blancos y nerviosos, ajustó la delicada aguja y se enrolló la manga izquierda de su camisa. Durante un momento sus ojos se apoyaron pensativamente en su brazo nervudo, lleno de manchas y con innumerables cicatrices, causadas por las frecuentes inyecciones. Finalmente se introdujo la aguja delgada, presionó el pequeño pistón, se la sacó, y se dejó caer en un sillón forrado de terciopelo, con un profundo suspiro de satisfacción.
Tres veces al día, durante muchos meses, había sido yo testigo de este espectáculo, pero, a pesar de ello, no me resignaba a seguir viéndolo. Por el contrario, día con día me sentía más irritado a su vista. El remordimiento me quitaba el sueño al pensar que me faltaba valor suficiente para protestar. Una y otra vez me había prometido abordar aquel tema escabroso, pero había algo en el aire frío y tranquilo de mi compañero, que me impedía decidirme a hacerlo. Sus facultades casi adivinatorias, su disciplina mental y sus cualidades extraordinarias, me inhibían y me hacían sentir inferior y torpe.
Sin embargo, aquella tarde, sea a causa del vino que había tomado en el almuerzo, o a la exasperación que me produjo su actitud exageradamente deliberada, sentí que no podía resistir más tiempo.
-¿Qué es ahora? -pregunté-. ¿Morfina o cocaína?
Levantó los ojos lánguidamente del viejo volumen recubierto de negro que había abierto.
-Es cocaína -me dijo-, una solución al siete por ciento. ¿Quiere usted probarla?
-No, gracias -contesté por brusquedad-. Aún no me repongo por completo de la campaña de Afganistán. No puedo darme el lujo de dar a mi constitución una nueva carga.
Sonrió de mi tono vehemente.
-Quizá tenga razón, Watson -dijo-. Supongo que la cocaína es perjudicial. Sin embargo, la he encontrado tan estimulante y benéfica para la mente, que su acción secundaria carece de importancia para mí.

No pareció ofenderse por mis palabras. Por el contrario, unió las puntas de sus dedos y apoyó los codos en los brazos del sillón, como quien se dispone a enfrascarse, de buena gana, en una larga y agradable conversación.
-Mi mente -dijo- se rebela a estar ociosa. Déme problemas, déme trabajo, déme el más complicado de los criptogramas, o el análisis más intrincado, y me sentiré en mi atmósfera natural. Entonces puedo pasármela sin estimulantes artificiales. Pero aborrezco la rutina monótona de la existencia. Tengo hambre de exaltación mental. Por eso he escogido esta profesión particular... o más bien, la he creado... porque soy el único en el mundo que la practica. […]
-[…] ¿Puedo preguntarle si tiene en la actualidad alguna investigación profesional en mente?
-Ninguna. Por eso es que recurro a la cocaína. No puedo vivir sin que mi cerebro funcione intensamente. ¿Qué otra razón hay para vivir? Asómese aquí a la ventana. ¿Vio jamás un mundo más pesado, más aburrido y más soso? Vea cómo la niebla amarillenta cubre las casas incoloras. ¿Puede haber algo más desesperadamente prosaico? ¿Qué objeto tiene poseer facultades extraordinarias, doctor, si no se tiene ningún campo en que ejercerlas? El crimen es vulgar, la existencia es vulgar. Ninguna cualidad, excepto las vulgares, tiene función sobre la tierra…
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