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Aforismos y escolios, de Nicolás Gómez Dávila II


La madurez del espíritu comienza cuando dejamos de sentirnos encargados del mundo.

Cuando las cosas nos parecen ser sólo lo que parecen, pronto nos parecen ser menos aún.

Una “sociedad ideal” sería el cementerio de la grandeza humana.

El amor al pueblo es vocación del aristócrata. El demócrata no lo ama sino en período electoral.

La movilidad social ocasiona la lucha de clases. El enemigo de las clases altas no es el inferior carente de toda posibilidad de ascenso, sino el que no logra ascender cuando otros ascienden.

Negarse a admirar es la marca de la bestia.

La diferencia entre Medievo y mundo moderno es clara: en el Medievo la estructura es sana, y apenas ciertas coyunturas fueron defectuosas; en el mundo moderno, ciertas coyunturas han sido sanas, pero la estructura es defectuosa.

El filósofo no es vocero de su época, sino ángel cautivo en el tiempo.

Las perfecciones de quien amamos no son ficciones del amor. Amar es, al contrario, el privilegio de advertir una perfección invisible a otros ojos.

Ni la religión se originó en la urgencia de asegurar la solidaridad social, ni las catedrales fueron construidas para fomentar el turismo.

Todo es trivial si el universo no está comprometido en una aventura metafísica.

Más repulsivo que el futuro que los progresistas involuntariamente preparan es el futuro con que sueñan.

Para excusar sus atentados contra el mundo, el hombre resolvió que la materia es inerte.

Los argumentos con que justificamos nuestra conducta suelen ser más estúpidos que nuestra conducta misma. Es más llevadero ver vivir a los hombres que oírlos opinar.

Llámase buena educación los hábitos provenientes del respeto al superior transformados en trato entre iguales.

Necesitamos que nos contradigan para afinar nuestras ideas.

Tan repetidas veces se ha enterrado a la metafísica que hay que juzgarla inmortal.

Nada más peligroso que resolver problemas transitorios con soluciones permanentes.

El problema auténtico no exige que lo resolvamos sino que tratemos de vivirlo.

No es el origen de las religiones, o su causa, lo que requiere explicación, sino la causa y el origen de su oscurecimiento y de su olvido.

A través de mil nobles cosas perseguimos a veces solamente el eco de alguna trivial emoción perdida.

Vencer a un tonto nos humilla.

La crítica decrece en interés mientras más rigurosamente le fijen sus funciones. La obligación de ocuparse sólo de literatura, sólo de arte, la esteriliza. Un gran crítico es un moralista que se pasea entre libros.

¿Predican las verdades en que creen, o las verdades en que creen que deben creer?

¿Quién no compadece el dolor del que se siente repudiado? ¿Pero quién medita sobre la angustia del que se teme elegido?

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