Si tenemos en cuenta las escasas publicaciones
originales dedicadas al aforismo y su poco menos que inexistente difusión, este
libro de Rafael Gonzalo supone todo
un descubrimiento para los amantes de este puntilloso género, donde profundidad
de pensamiento y poesía se mezclan con gran equilibrio.
A lo largo de
una obra al mismo tiempo tan densa y ligera como ésta, podemos disfrutar de
afilados y brevísimos análisis acerca de la democracia y la sociedad del
bienestar (considerada por nuestro autor como mero fascismo de
entretenimiento), los estudios históricos (que a veces se dirían histéricos), la
práctica y la teoría del arte, la ciencia, el lenguaje y una gran variedad de
temas principales que aparecen revisados con una expresión de corte metafórico
unas veces, conceptual otras, pero siempre sorprendente: “El arte es la verdad de la ficción que nos permite
superar la ficción de la verdad”;
“Cuando damos limosnas repartimos la pobreza, no la riqueza”; “Los enfermos mentales van creciendo al
ritmo demandado por la producción de psicofármacos”; “El compromiso político ha hecho que ya no se tome en serio a los
intelectuales”; “Con la liberación
femenina, las mujeres han perdido la vergüenza, pero no el miedo”; “Los jirones de tela que se prenden en las
alambradas son las banderas de la ley del inconformismo”; “Las nubes son puntos suspensivos escritos
en la página del viento”; “Si uno tiene más razón que los demás, uno
es mayoría”; “Quien cree haber hecho lo suficiente, no ha hecho todavía nada, por
lo menos nada nuevo”; “La esperanza modifica los recuerdos”…
son algunos ejemplos de estas frases rotundamente brillantes.
Pero además encontraremos una breve sección de agudas
definiciones, ya habitual en nuestro autor y, salteando todo el libro,
originales microrrelatos camuflados de lirismo. Valga este botón de muestra: “Ahora
que te vas para siempre, déjame que te diga una cosa, solamente una última
cosa: quédate”.
Dos artículos más extensos: un certero análisis del
fenómeno de la televisión (“Llama la atención que el Estado, que gasta
ingentes cantidades de dinero en educación, vuelve a gastar cantidades
similares en embrutecer a la gente con la televisión”), seguido
de un interesante paralelismo entre la práctica del arte y la investigación
científica (“La ciencia, al igual que el arte, no se limita a copiar la naturaleza,
sino que la reconstruye como hacen los niños con el mundo que los rodea”),
ponen un brillante colofón a la obra, sin
olvidar las 32 excelentes ilustraciones originales del propio autor, donde la
realidad se ve superada y trascendida a un plano más expresivo, con más
sugerencias y lecturas.
Al lector que rehúya la trivialidad y la
intrascendencia le interesará muy especialmente la introspección implacable
llevada a cabo por Rafael Gonzalo en unas páginas de insólita hondura. “Tierra firme de la fantasía” es una
obra excepcional, inteligente y heterodoxa, de esa clase de libros que se
escriben en legítima defensa.
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