Un juvenil Mishima nos cuenta con
voluptuosidad y en detalle cómo le ponen las estampas de santos, por lo menos
de este casto centurión y mártir de la fe, asaeteado y atlético:
“Tan pronto puse los ojos en este cuadro (se
refiere al Martirio de San Sebastián, de Guido Reni), todo mi ser se estremeció
bajo el impacto de una suerte de gozo pagano. Sentí arder la sangre y mi órgano
mostró un impulso rebosante de ira. Esta parte de mi cuerpo, repentinamente
agigantada y a punto de estallar, esperaba con una violencia inusitada a que la
utilizara de una vez, y jadeaba maldiciendo mi ignorancia. Inconscientemente,
mis manos empezaron a moverse de una manera que nadie les había enseñado. Sentí
señales de algo sombrío y refulgente que subía y subía atacándome desde dentro…
Y, acto seguido, una corriente impetuosa acompañada de una embriaguez llena de
luz.
Pasó cierto tiempo y, luego, sintiéndome
desdichado, miré alrededor de la mesa escritorio tras la que me hallaba. Un
arce que crecía junto a la ventana proyectaba sobre todas las cosas un
resplandeciente reflejo, lo proyectaba sobre un tintero, sobre el cuadro de san
Sebastián. Había salpicaduras blancas como las nubes en todas partes, en el
título de letras doradas de un libro de texto, en el cuello del tintero, en un
ángulo del diccionario. En algunos objetos las salpicaduras resbalaban
perezosamente, con plúmbea pesadez, en otros lanzaban un brillo mate, como los
ojos del pescado. Afortunadamente, mi mano, en movimiento reflejo, protegió el
cuadro, evitando que el libro se manchara”.
Yukio Mishima, "Confesiones de una
máscara".
San Sebastián, de Guido Reni
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